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Decidí levantarme, después de todo, era una buena madre, y una buena madre siempre tiene el desayuno de sus hijos a tiempo. Me extrañó no sentir frío. El frío de las mañanas en esa época siempre era crudo, sin embargo, yo no noté nada. Al salir de la habitación, me giré y vi en mi cama a mi esposo y a mí misma, plácidamente dormidos.

Seguí mi camino hacia la cocina sin darme cuenta de que al mismo tiempo yo seguía dormida en la cama. En la cocina, observé que mi visión se había deteriorado. A pesar de mi edad, mi visión siempre había sido clara. Tenía los ojos cristalinos como el agua, decía mi esposo. Sin embargo, hoy, una extraña neblina flotaba en el ambiente, distorsionando mi visión y haciendo que me sintiera extraordinariamente confusa.

Vi en la ventana una luz extraña, poderosa, pero no la luz de la mañana, no la luz del alba; una luz distinta, más luminosa, al mismo tiempo más clara, pero que me hacía sentir llena de bondad y de amor. Miré esa luz y vi que estaba llena de siluetas; siluetas que me hablaban de tiempos pasados, de mis padres, de mis abuelos, de mis hermanos mayores, de los juegos en el jardín, de los baños en el río, de las comidas en familia; tiempos mejores, pensé, tiempos ya pasados, pues todos ellos habían fallecido.

Empecé a preparar el desayuno ansiosa por oír los gritos de mis hijos, las carreras en el pasillo y las discusiones que siempre tenían. Sin embargo, algo raro ocurría en mí; no olía los huevos, la harina, no sentía la leche como la sentía en otros momentos. Me encontraba extraña, me encontraba desorientada, y en cierto punto del camino, nacía en mí una chispa de pena, de dolor, de tristeza. Algo ocurría, pero no sabía lo que era. Así pues, decidí volver a los brazos de mi esposo, de aquel que durante tantos años había sido compañero, amante y padre, guía de mi vida, al que tanto había entregado y que tanto me había entregado a mí. Al llegar de nuevo a la habitación, lo encontré llorando. Me abrazaba y llorando me hablaba de su amor y del dolor de la pérdida, de la pena, de la ausencia, de todo aquello que significaba mi muerte.

Extrañada, me contemplé a mí misma en la cama. Extrañada, contemplé cómo mis brazos colgaban inertes, cómo mis ojos cerrados no se abrían. Durante un momento tuve impulso de gritar, durante un momento tuve el impulso de llamar la atención de mi marido, de explicarle que yo estaba viva, de explicarle que aquello que estaba viviendo no era más que una pesadilla, que hoy sería un día normal, que hoy sería un día como otro cualquiera. Sin embargo, mi voz se quebró. Sin embargo, algo dentro de mí me dijo que era cierto, que había muerto. Los niños vinieron corriendo por el pasillo alarmados por los gritos de dolor de mi marido. Su reacción me dejó estupefacta, lloraban y se abrazaban a mí, pero yo no hacía nada, no me movía. Me veía a mí misma tumbada inerte en la cama, sin movimiento, sin respiración, sin ningún hálito de vida en mis pulmones, y al mismo tiempo intentaba hablarles, al mismo tiempo intentaba hacerles saber que estaba ahí de pie a su lado, como todos y cada uno de los días de nuestra vida en común, de nuestro camino en común.

Desorientada, me aparté. Salí de la habitación, necesitaba pensar, necesitaba comprender qué era lo que ocurría. Era una mujer joven, me quedaban largos años de vida, quizá no demasiados, pero sí los suficientes para ver crecer a mis hijos, para disfrutar de mi hogar, para envejecer junto a mi marido. No era justo, si es que esto es lo que hubiese ocurrido, que hubiese muerto hoy; no en mitad de la noche sin despedirme, no en mitad de la noche sin una última palabra de aliento y de amor hacia aquellos que tanto me importaban.

Me senté. Me senté en el sillón de mi hogar cerca de la chimenea, ansiosa por sentir un calor que ya no volvería a sentir.

El tiempo pasó, no sé si fueron horas o días, pues estaba confusa, mi visión cada vez era peor; veía a mis seres queridos, a mis hijos y a mi marido, pero los veía distorsionados, en la bruma. Al mismo tiempo, aquellos que compartieron su camino, su vida, conmigo y que ya habían partido tenían cada vez una voz más clara, una imagen más clara, una presencia más clara. Me hablaban de mi muerte, me hablaban de que la muerte formaba parte del ciclo de la vida, de que nada extraño había en que esta vasija de barro se quebrase, para que mi alma, agua pura, volviese a correr en libertad. Me hablaban de amor, de luz y de bondad. Hablaban de volver a reunirnos todos en el camino y de cómo, en algún momento, mi marido y mis hijos volverían a estar conmigo, en otro hogar, en un hogar distinto, pero volverían a estar conmigo.

Pero ellos no entendían. Ellos no entendían que mis hijos eran jóvenes, que mi marido era débil, que mi marido me necesitaba, que mis hijos me necesitaban y que yo les amaba. Que apenas había tenido tiempo para disfrutar del hogar que con tanto esfuerzo había construido, para disfrutar del jardín, para oler las rosas, para sentarme a leer debajo del farol. Nada de eso había disfrutado, nada de eso. Tanto sudor, tanto esfuerzo, tanto dolor, ¿para qué? Si no lo podía disfrutar. Y a eso me aferré: al amor a mi familia, al amor a mi hogar, al amor, al amor malentendido.

Pasaron los días, en algún momento apenas percibí cómo mi cuerpo era enterrado. Pasaron los días, no entendía lo que ocurría. Mis hijos habían cambiado, aunque no sabía exactamente cómo. Parecían más altos, más maduros. La mirada de tristeza de mi marido también fue cambiando poco a poco, recuperó el semblante, no de alegría, pero sí de serenidad.

Y los años pasaron. Y de vez en cuando, en algún momento que no puedo concretar, algún ser, a veces corpóreo, a veces incorpóreo, me hablaba, me veía, me percibía. Me decía lo importante que era que siguiera mi camino, que esa era una decisión que solo yo podía tomar, pero que debía seguir mi camino. Que mi camino me alejaba de aquello que fue mi vida pasada, que me alejaba del amor que sentía hacia mi familia, que me alejaba del amor que sentía hacia mi hogar. Que ahora mi hogar era otro entre las estrellas, que ahora mi hogar era otro más allá de estas paredes, de estos muros que contenían mi vida. Que ahora mi hogar consistía en la eternidad en sí misma, y que algún día, si quería, volvería a tener un hogar de ladrillos, con fuertes muros y un tejado protector, pero que antes debía reunirme con mi familia, con aquellos que fueron mi familia, con mis padres, con mis abuelos, con los amigos que ya partieron. Y que con ellos debía limpiar, purificar, trasmutar y asimilar lo que había sido esta vida. Y yo lloraba, no deseaba partir de mi hogar y perder de vista al que fue mi marido, a los que fueron mis hijos.

El tiempo pasó oculto por la neblina. El tiempo pasó. Poco a poco, mis sentimientos cambiaron, se diluyeron. Extrañas personas aparecían y desaparecían en mi hogar. Hablaban entre ellos, sonreían, jugaban y lloraban. No comprendían que estaban en un hogar ajeno, que invadían mi hogar; se lo hacía saber, o mejor dicho, se lo intentaba hacer saber; pero ellos no comprendían cuál era la verdadera naturaleza de lo que ocurría en mi hogar; de los ruidos y de las luces, de los momentos extraños, de los cambios de temperatura, nada de eso entendían, aferrados a lo que ellos consideraban su hogar, cuando era el mío.

En algún momento del camino, no sé cuándo, no sé por qué, dejé de ver a mi marido y a mis hijos. Quizá la niebla se hubiese hecho más fuerte, quizá ellos en algún momento también hubiesen partido, no lo sé. Decidí esperar, esperar en el que era mi hogar, esperar en el punto del mundo en el que yo me anclaba.

De vez en cuando, algún ángel me hablaba, algún ser angelical de blancas alas me hablaba. En alguna ocasión, un ángel de rasgos duros pero amables, de mirada justa pero compasiva, con alas negras, me habló también. Su nombre era Azrael, él era un Arcángel, uno de los más nobles, de los más poderosos, de los más antiguos ángeles. Él me insistió en que la decisión de partir, la decisión de realizar el tránsito hacia el otro lado, era una decisión que tenía que tomar en libertad. Solo me corresponde a mí caminar mi camino, me insistió. Solo me corresponde a mí tomar las decisiones, solo me corresponde a mí vivir y recorrer mi camino. Esas palabras las repitió una y otra vez para que fuese consciente de que el libre albedrío rige todos y cada uno de los pasos de mi camino. Y también me habló del otro lado, me habló de aquello que se escondía detrás de la luz; me habló de las moradas, me habló del tránsito, me habló de cómo limpiamos, planificamos, asimilamos todo lo ocurrido; y me habló del reencuentro, del reencuentro con los que quise y amé más que nada, y me habló de cómo a veces el amor, el amor malentendido se convierte en eslabones que me atan en la evolución.

De cómo el apego hacia la propiedad, de cómo la avaricia me encadena, y de cómo solo el amor puede trasmutarlo; me habló de dejar en libertad aquello que fui para centrarme en aquello que soy, para conocer aquello en lo que puedo convertirme; me habló de dejar atrás mi personalidad, mi identidad, mis experiencias vividas en carne, en hueso, en sangre, en músculo y en corazón que bombea, para permitirme a mí misma el vivir las experiencias que como alma pura, como agua pura, tengo derecho a vivir; me habló de sanar las heridas de esta encarnación, de aprender el verdadero por qué y para qué de todo, de todas las experiencias vividas; me habló del significado del viento en mi vida, de cómo sanar lo ocurrido, de la alquimia que realizan día a día trasmutando en plomo sin valor, en hierro sin valor, en acero y oro. Acero y oro, coraje y sabiduría, que me permiten evolucionar partiendo de experiencias que a veces me dañan, pues las veo y las comprendo solo desde el punto de vista egoico. De todo ello me habló, una y otra vez, de todo ello me habló.

No sé cuándo, no sé por qué, pero un día decidí partir.

Un día, un ángel extremadamente bello me habló de nuevo de las moradas, de su significado y de lo que se ocultaba detrás de esa luz. Esa luz que me atraía pero a la que, al mismo tiempo, no quería ir. Me habló de nuevo de mi familia, me habló de mis hijos que ya me estaban esperando, me habló de mi marido que pronto se reuniría conmigo en el momento en el que él libremente decidiese, pues él también, libremente, estaba envuelto en la niebla; él también, libremente, rechazaba realizar el tránsito. Pero aquí, aquí no os encontraréis, me dijo, os buscáis envueltos en niebla y la niebla no os dejará encontraros. Me habló de nuevo de la luz, del amor, de la bondad, de la trasmutación de las experiencias vividas en verdaderas lecciones que nutren mi alma en la eternidad, y vi en sus ojos tal amor, tal compasión, tal bondad, que asentí con su mano y dejé que me guiara hacia la luz, dejé que me guiara hacia las moradas, dejé que me guiara; pues un redentor guía, un redentor no fuerza, un redentor no controla, un redentor no manipula, un redentor guía.

Simplemente, un redentor guía.

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